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Benditos carteros, malditos funcionarios

Siempre me ha dejado perplejo el trabajo de los carteros. Con su paquete de cartas de aquí para allá. Algunos lo hacen por vocación, otros por necesidad, pero el hecho es que las cartas llegan siempre a su destino, y algunas con sorprendente rapidez.

Me sucedió hace sólo unos días. Envié un sobre con un pequeño marco de fotos a una amiga que vive en Frodsham, cerca de Liverpool. Lo dejé un martes al mediodía en la oficina de correos de un centro comercial, me atendió un vecino mío que trabaja allí, y dicho sea de paso es sorprendentemente amable para trabajar en Correos. El jueves, mi amiga me llamó para agradecerme el detalle. Lo envié por correo ordinario, y en dos días escasos viajó de mi mano a su buzón de correos a miles de kilómetros y con el mar por medio.  

El contrapunto a este bucólico artículo lo pone el funcionario de turno cada vez que voy a franquear algún envío. Hoy mismo, sin ir más lejos, llevé unas cajas perfectamente precintadas y etiquetadas para dentro de la provincia. La mujer que me atendió comenzó diciendo "esto viene fatal". Como siempre hago, traté de quitar hierro al asunto preguntando cómo quería que lo pusiera y ofreciendome a retirar las etiquetas y ponerlo de otro modo. La actitud en lugar de mejorar fue empeorando... " es que esto no lo lee una persona, sino una máquina, ¿entiendes? y el nombre está muy pequeño, viene muy mal". Una vez que me cobró salí de allí a la carrera y la dejé con su mal día, despotricando. Sobre todo porque trato de huir de quienes tienen la costumbre de pensar que sólo sus problemas son problemas y al resto la vida nos resulta muy fácil.

Otro ejemplo más fue en septiembre. Yo estaba embarazada de ocho meses y por cuestiones de trabajo tuve que llevar ocho cajitas pequeñas a otra oficina de Correos. Faltaban diez minutos para cerrar, de hecho, llegué con la lengua fuera, y tuve la premonición de que no me iba a atender. Se cumplió. El semifuncionario postal amargado de turno, miró mis cajas (después de que yo esperara tres largos turnos), ni vio ni quiso ver mi enorme barriga y me dijo "ya no da tiempo, venga por la tarde". Me di media vuelta, cogí mis cajas y volví con ellas hasta el coche acordándome de su santa madre.

Podría enumerar una a una otras muchas situaciones similares pero llegaríamos siempre a la misma conclusión. Y es que estos semifuncionarios del tráfico terrestre de escritos y mercancías se creen dioses. Ellos deciden en su sempiterna ventanilla quien envía y quién no envía algo. Reprenden a diestro y siniestro a quien no escribe correctamente, pone la dirección un poco más arriba o no apunta el remite. Pero lo mejor sin duda son las amenazas: "esto así no va a llegar". "¿Cómo dice?" contestó en una ocasión una compañera mía... "debería llegar, ¿no le parece?".

Y el hecho es que al final siempre llega. Llega gracias a que los carteros del saco a la espalda no son como ellos. Cuando entran en mi empresa siempre dicen buenos días, sonríen y hablan del tiempo. Y eso que muchas veces las ojeras o la expresión de su cara deja ver los problemas diarios de muchos de ellos. La diferencia es que piensan que seguramente no son los únicos que los tienen, y tienen razón.

El día que privaticen Correos espero que suban el sueldo a todos los carteros y al funcionario amable (mi vecino), y echen a todos los que con el gesto amargado y la reprimenda fácil a quien viene con paquetes hasta en las orejas hacen que mi día muchas veces sea un poco peor.

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