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La gran mentira

Pertenezco a la generación de la gran mentira. En el colegio nos contaban que había que estudiar mucho para forjarnos un futuro. En realidad, todos conocemos al típico compañero perezoso que se quedó en el camino y lo metieron a hacer FP, porque eso era lo que hacían los que no querían estudiar.

Al llegar a la universidad nos recibían como si fuéramos la elite de la intelectualidad. Profesores sesudos y engominados sacaban sus apuntes amarillentos y nos dictaban lo que en su día habían copiado ellos en clase de grandes figuras. Figuras que habían sido muy cultas y que probablemente tienen una calle en algún lugar.

Al salir al mercado laboral empezamos a darnos cuenta de la situación real. Éramos los más cultos del mundo, la cabeza bien amueblada, como se suele decir, unos conocimientos técnicos que en la mayoría de los casos servían de poco o nada. Algunos prepararon oposiciones y las sacaron; seguramente fue la mejor inversión de su vida. Otros movieron los hilos familiares y consiguieron trabajar en empresas grandes y solventes, y cuando eran la envidia de todo el mundo estas empresas quebraron y los dejaron en la mismísima calle. Otros empezaron desde abajo, primero un trabajo mediocre, luego otro mejor, y así sucesivamente, pero nunca aquello que habías imaginado, eso desde luego. Los menos afortunados llegaron a los 35 viviendo con sus padres, y malviven dando cuatro clases en alguna academia o trabajando de teleoperadores. Todos, en algún momento, han tenido que recurrir al paro.

¿Y qué pasó con los otros? Los menos listos, los vagos, los que no pasaban de curso ni a tiros. Uno abrió un bar con dinero de papá y mamá y hoy es un empresario de éxito. No le hizo falta estudiar, solo los ahorros familiares, echarle ganas y acertar con la zona y la clientela. Otro se hizo albañil. Al principio era un desastre, venía a casa lleno de porquería y era la vergüenza de la familia, pero poco a poco fue prosperando, montó su propia empresa de reformas y ahora redecora locales de moda estilo zen cobrando una pasta.

Cuando yo era pequeña y aún no había descubierto la gran mentira a veces en casa se estropeaba un grifo. Enseguida que mi abuela o mi madre lo llamaban ya estaba el fontanero en casa rascándose la cabeza, con un pitillo en un lado de la boca y diciendo "esto hay que picar todo" y "no sé cuándo estará listo". Era un tipo más bien bajito y gordito, con pinta de torpe y que olía bastante mal (algo lógico teniendo en cuenta que venía de "picar todo" en un montón de casas, o eso me decía mi madre). A las 12 sacaba un bocadillo envuelto en papel de estraza y hacía una pausa. A mi abuela le daba pena y le sacaba una cerveza o le daba dinero para un café.

Hoy las cosas han cambiado. Yo me mato a trabajar por un sueldo que se me va en la hipoteca, la cesta de la compra, la luz, el agua, el gas y el coche. Vivo al día, sin lujos y sin necesidades, pero al día. Eso sí, soy licenciada, y muy culta. Cuando se me estropea la lavadora primero lloro, porque tengo un niño de 5 meses que ensucia un kilo de ropa al día. Después llamo al seguro, que me cuesta una pasta cada año, y resulta que a pesar de mi licenciatura no he sido capaz de ver que en la letra pequeña pone que no están cubiertas ese tipo de averías. Preparo la cartera, ahorro comprando más productos de marca blanca y al mes siguiente llamo al fontanero. Es justo antes de Semana Santa. No puede venir hasta dos semanas después porque resulta que se va con la familia a esquiar a San Isidro, a un hotel que yo probablemente no me planteo pagar sin endeudarme. Pasado un tiempo lo vuelvo a llamar, y me dice que se va a pasar por mi casa un día de esta semana. Hago encajes de bolillos para estar fuera el menor tiempo posible, pero no aparece, porque está muy ocupado. Cuando por fin se digna a venir, tras una tercera llamada suplicante, se acerca al tendedero pero sin entrar. Trae zapatos castellanos, un vaquero y un jersey burberrys, y tiene el cochazo en doble fila. Cuando se agacha se le ve la gomilla del boxer de calvin klein. Huele a perfume de alta gama y viene engominado. Mira la lavadora de lejos y me dice que eso va a ser del grifo, y que hay que cambiarlo, pero son 40 euros la hora, 20 el desplazamiento, y aparte el grifo, que son 6 euros. Le suplico que me lo arregle aunque terminemos el mes comiendo patatas cocidas, y al final me ve tan agobiada que me invita él a un café en el bar de abajo. Al final es majo el tío.

Cuando le digo a mis padres que voy a colgar mis estudios y hacerme encofradora, para que me lluevan las llamadas de trabajo, aún me miran con disgusto. Sé que se han matado a trabajar para que yo estudiara, eso es quizá lo único que aún me frena. Si volviera a nacer, desde luego, primero haría algún cursito técnico y me pondría a trabajar, y después, pasados algunos años, me matricularía en los estudios que más me gustaran y los haría lentamente, disfrutando, y gozando del bagaje que da el trabajo seguro y el dinero en la cuenta corriente. Seguro que hay quien piensa que estoy desengañada. No, lo que pasa es que me siento estafada y víctima de una gran mentira social y educativa. Y eso que yo soy de las que he tenido suerte. Queda por ver qué le contaré yo a mis hijos.

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