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La bella Lola (otra)

La bella Lola (otra)

El pasado miércoles, La bella Lola, se apagó. Nadie sabe quién inventó esta habanera, pero recuerdo perfectamente habérsela oído cantar a mi abuelo unas cuantas veces, siempre que andaba mi abuela cerca, y siempre en mañanas de verano. Crecer en la España anterior a la guerra no debió ser fácil para ella, ni ver morir a uno de sus hermanos de una infección que hoy se curaría con cualquier antibiótico, ni perseguir a su otro hermano cada vez que sonaba la sirena que anunciaba bombardeos sobre Alicante para llevarlo al refugio.

Nacida en zona republicana, cuando tras la guerra conoció a un joven cabo del ejército nacional que le hizo cuatro bromas y le invitó a un helado se quedó prendada. Se casaron con lo puesto, como en aquella época, y a partir de ahí el amor suplía una serie de penurias a las que debió irse acostumbrando a lo largo de toda la geografía española, eran años difíciles. 

Un piso compartido en la calle Cordelería de A Coruña, una pensión en Valladolid, una casa de planta baja en Melilla, la casa de los suegros en Ribadeo. Ver morir a un hijo de pocos meses por algo de lo que hoy nunca moriría un niño tampoco fue fácil. Ni parir en una pensión con la ayuda de la patrona, su marido y un cuñado. Ahora los niños tienen de todo y a ese bebé -mi padre- le improvisaron una cunita juntando dos sillas. 

Alicantina amante del sol, el mar y las flores, le costó mucho adaptarse a los inviernos del norte de Galicia, a tantos meses de lluvia. Este último verano que ya apenas salía de casa, tenía controlada la hora a la que pasaba el rayito de sol por el balcón del patio interior, y no fallaba a su cita, hasta que se escondía por detrás de un edificio colindante.

En los veranos su casa de Ribadeo era como una pensión. Pasábamos la sucesión de hijos, nietos y bisnietos. Las paellas en el patio daban para todos y a cambio iba asignando tareas, daba igual que fueras nieto o extraño, que si una bombilla fundida, que si arreglar un enchufe, que si descolgar una cortina. Por la noche, veíamos las pelis de Hitchcock que tanto le gustaban, o leíamos las novelas de Agatha Christie, ella ya sabía quién era el asesino nada más empezar.

Nos dejó sin quejarse una vez. A pocos días de una de sus citas importantes del año, el sorteo de la lotería, una pasión compartida con mi abuelo, ya que ambos miraban los números al derecho y al revés, y se lamentaban si había caído el gordo en el pueblo de al lado o en la única tienda de la calle donde no habíamos cogido un boleto. 

La bella Lola se apagó, y ahora solo nos quedan mil recuerdos para repasarlos una y otra vez. 91 años son unos cuantos así que tenemos donde elegir. Cuidó a sus dos hijos, a su sobrina, a seis nietos y a seis bisnietos. Descansa en paz abuelita, que ya has trabajado bastante.

 

(Dolores Aledo Ferrández, falleció el 18 de diciembre de 2013)


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